Por Marco Enríquez-Ominami
Dijo Weber alguna vez, hablando sobre la ética de las consecuencias que «el mundo está regido por demonios, y que quien se mete en política, ha sellado un pacto con el diablo, de modo tal que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que, frecuentemente, sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando».
Y es que quienes firmaron el «Acuerdo de Paz y Nueva Constitución» -partidos y políticos de extrema derecha, derecha, y ciertos sectores de la izquierda- deberán jugar a la profecía autocumplida, y hacer que pase lo que ellos supusieron que pasaría al firmar el acuerdo. De otro modo, en vez del bien habrán provocado en quienes defienden, el mal. La responsabilidad de este acuerdo estará en sus consecuencias. El primer problema es que las personas de derecha quieren que pasen cosas totalmente opuestas a los de la izquierda.
De entrada, debo aclarar que, pese a que mi partido no firmó el acuerdo, todos y todas los y las progresistas, votaremos y llamaremos a votar en el plebiscito por una nueva constitución y por la convención constituyente. Sin embargo -si tienen razón los que dicen que la experiencia es la suma de los errores- debemos aprender de los cometidos, y entender porque, si bien nosotros queríamos firmar un acuerdo, no queríamos ese acuerdo.
El primer, y probablemente único, problema, es el de las formas. Los jóvenes diputados del Frente Amplio, por ejemplo, nos prometieron que ellos no harían las cosas como los viejos políticos de la Concertación, y frente a la primera decisión importante de sus vidas, terminaron firmando acuerdos a las 3am, sin consultar bases, militantes, dirigentes, y en nombre de una ciudadanía que se ha movilizado sin ellos. Y así con todos los presidentes y presidentas de partidos. Se asumieron como los voceros de una marcha, y no vieron que afuera se estaban tomando la Bastilla (que también partió por el alza de unos cuantos pesos en el pan). No supieron leer la dimensión política de lo que se está refundando en todo Chile. Era cosa de abrir la ventana, mirar la plaza y entender quien tenía y quien no el sartén por el mango.
Probablemente tiene que ver con la forma en que ellos están viendo esto. Hablan de «la crisis actual». Pero no es una crisis. Es un momento constituyente. Una dimensión de la democracia que se expresa con fiesta y exigencia. Por fin la política se toma las calles. Eso no es una crisis. Es lo que esperábamos hace 30 años, y debemos sumergirnos en este momento. No limitarlo o quebrarlo con una decisión apresurada. Una cosa es quien pone la firma en un papel, otra es la legitimidad popular de ese papel. En este acuerdo falto esa legitimidad. Esa es la primera lección que yo saco.
La segunda, es que en las marchas no hay banderas de partidos. Son la bandera chilena y la mapuche las que se erigen orgullosas. Entonces, que tal si en el futuro, en vez de la vieja cocina empezamos a usar el fogón mapuche, y nos reunimos a conversar de las cosas importantes, entre todos y todas, al medio de la casa.
El tercero también es un problema de formas, porque en este mundo las formas son el fondo. Si el problema en Chile es el de la crisis de representación y la poca legitimidad que tiene para la gente el parlamento. Cuando las leyes pasen, por el cerrojo de los 2/3 a tramitación normal al parlamento, cuál va a ser ese parlamento que va a decidir ¿Este mismo parlamento por el que votó casi nadie? Debe aclararse pronto qué rol va a jugar el congreso durante la Convención Constituyente. Votarán solo leyes ordinarias, las de presupuesto, ninguna ley constitucional. Cuando termine la AC, cuál será el congreso que termine haciendo las leyes ¿Este congreso u otro?
Porque la regla de los 2/3, que, para los Abogados, que se contagiaron de los Chicago Boys parece, y creen que las cosas se arreglan solas, no sería un mayor problema, y citan el ejemplo de las Asambleas de Bolivia y Ecuador, que se hicieron, sin embargo, con Evo y Correa como presidentes. Porque digo, acá el árbitro va a ser Piñera, y ese árbitro va a jugar en contra del pueblo (como lo ha hecho desde que partieron las movilizaciones). En Colombia se hizo por mayoría simple y no fue mayor problema. Cuál era el apuro -más allá del libreto de película de vaqueros burgueses que se inventó La Tercera- para cerrar ese pacto.
Por fin, la violencia. Como dice Weber, meterse en política es meterse con los demonios. Pero hasta los demonios tienen límites: Los derechos humanos. La izquierda firmó un «acuerdo de paz», y no estipuló ningún punto sobre el cese de la violencia de la policía y la violación a los derechos humanos. Ningún punto sobre justicia. No podemos empezar de nuevo como en los noventa. Con la justicia en la medida de lo posible. Porque eso está bien para la política. Pero la justicia es o no es. Y no podemos hacer que el cemento de nuestra sociedad sea, de nuevo y por treinta años, el terror.
Y es que el problema no es legislativo, es político, y es el de la representación. La nueva constitución, no es cambiar esta por otra. Si las personas no se sienten parte, tenga la firma de Pinochet o de Lagos, el libro no pasará de ser un montón de hojas a las que hay que sacarle provecho. Si se convierte en un artefacto del que nos sintamos parte, se transformará por fin, y por primera vez, en un contrato social. Será deber de todos y todas los y las que estamos a este lado de la fuerza, hacer de este mal acuerdo una hermosa profecía autocumplida, y lograr que lo que pensaron hacían por hacer el Bien, termine siendo, en efecto y pese a ellos mismos, algo bueno. Y es que en la cocina ya no están las cacerolas. Porque esas están retumbando todas en la calle, haciendo de la revolución una sinfonía.
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Fuente: Publimetro