Desde 1833 hasta ahora, no ha existido ninguna Asamblea Constituyente que permita conocer una nueva Constitución para Chile. Solo hemos tenido como país dos plebiscitos fraudulentos para refrendar sendas Cartas Magnas ilícitas, la de 1925 y la de 1980, ambas impuestas por una alianza cívico-militar.
La historia, lo sabemos, no se repite: la teoría circular del “eterno retorno” es una posición filosófica, sin ninguna prueba que la avale en los hechos según los materialistas. Sin embargo, se pueden comparar procesos político-sociales que, en el fondo, tienen una textura histórica similar, por ejemplo, la Constitución de 1925 surge del quiebre de dominación oligárquica que había comenzado en el Centenario de la república, y que se radicalizó en 1920, con la candidatura a la presidencia de Arturo Alessandri Palma. No es casualidad el que los militares revolucionarios de 1925 hubieran visualizado la Asamblea Constituyente, pero la astucia de Alessandri y la espada del inspector del ejército, Mariano Navarrete, lograron burlar este ideal democrático mediante el ardid de proponer un texto constitucional, redactado por el propio Presidente, para ser plebiscitado.
Pienso, basándome en este precedente histórico, que la forma para lograr que un plebiscito permita convocar a una Asamblea Constituyente exige, necesariamente, una radicalización de la crisis o que la Presidenta de Chile lo promueva atendidas sus enormes atribuciones legislativas.
Los principios como educación gratuita, pública, laica y universal, el derecho inalienable a la salud y a una vivienda digna vienen a constituir las ideas esenciales que relacionan la tradición republicana y el cambio. Estas características explican la convocatoria y masividad de estas manifestaciones ciudadanas. De ahí que la calle se convierta en el actor fundamental del cambio político ante una crisis profunda de confianza en nuestras instituciones.
En nuestro país, la república murió en 1973 y, lo que vino a partir de esa fecha fue una monarquía oligárquica, con dos modalidades: dictadura autoritaria y democracia duopólica. Al fin y al cabo quien termina mandando es el abogado Jaime Guzmán con sus famosos candados y “jaulas de hierro”, tan bien descritas por el cientista político y constitucionalista Fernando Atria.
Creo que al definir la Constituyente como una oportunidad para una nueva república virtuosa para Chile, que recupere y supere la larga lucha del laicismo, el Estado docente, los ideales de “pan, techo y abrigo”, y “gobernar es educar”, de Pedro Aguirre Cerda le damos una respuesta a instituciones que no solo no funcionan sino que cuando lo hacen es para bloquear la democracia.
Marco Enríquez-Ominami