En las historias del buen Dios de Rainier Maria Rilke el ser supremo se amolda a la cotidianidad de las personas algo como que lo llevas en la mochila. Se puede intentar hacer lo mismo con los santos es un poco lo que intento con el padre Alberto Hurtado en estas líneas.
En Chile de las década de los 50 era mucho más pobre que en la actualidad; por cierto que no existían las universidades de a cota mil que denunciara, con mucho acierto y valentía otro valioso sacerdote jesuita, el padre Felipe Berríos.
por Rafael Luis Gumucio Rivas
LAN era estatal y también la electricidad, sin embargo, las minas de cobre pertenecían a los norteamericanos. En política los socialistas estaban tan divididos como en la actualidad: el sector más importante, llamado Partido Socialista Popular, apoyó a Ibáñez que, en unos pocos meses más, sería elegido con 444.000 votos como presidente de la república; el más pequeño, el Partido Socialista de Chile, liderado por Salvador Allende, se unía a los comunistas- por ese entonces fuera de la legalidad- logrando en septiembre de 1952, apenas 52.000 votos.
Mi padre pertenecía a un minúsculo partido, la Falange Nacional que, a pesar de obtener muy pocos votos en las elecciones – menos de un 3%- siempre lograba tener presencia importante en los gabinetes de los gobiernos radicales: Frei Montalva, ministro de Obras Públicas e Ignacio Palma, Tierras y Colonización; no sé por qué a los falangistas se les ocurrió la pésima idea de apoyar al candidato radical Pedro Enrique Alfonso, que pertenecía al sector más reaccionario de ese partido. (Dejo al lector la entretención de jugar con analogías y asociaciones que, aunque no son válidas en historia, constituyen un agradable ejercicio, para no perder la memoria).
Chile era un país tan segregado como hoy, tal vez con cifras mucho más marcadas en los indicadores de pobreza y de calidad de vida, los radicales que gobernaron desde 1938 estaban completamente desprestigiados los ciudadanos buscaban un hombre fuerte en el ex dictador Carlos Ibáñez.
En 1952 el que escribe estas líneas tenía once años, edad suficiente para darme cuenta de lo que ocurría en política, que era el tema permanente de mi padre, en ese tiempo subsecretario de Hacienda, del gobierno de Gabriel González Videla. Toda mi familia profesaba una gran antipatía a Carlos Ibáñez del Campo, pues había desterrado a mis dos abuelos, el conservador Rafael Luís Gumucio Vergara y el liberal Manuel Rivas Vicuña; el 4 de septiembre, cuando triunfó Ibáñez, fue un verdadero día de duelo familiar; se creía que el “general de la esperanza” se convertiría en dictador, afortunadamente, fue todo lo contrario.
Mis ancestros eran bastante pechoños: teníamos una pariente santa, Juanita Fernández Solar, y una beata, por el lado de mi madre, Laurita Vicuña. En este ambiente de arraigadas ideas conservadoras abundaba la visita de curitas, entre ellos el padre Alberto Hurtado, a quien mis abuelos valoraban mucho y apoyaban en sus luchas sociales, pues aunque oligarcas, eran bastante progresista. Siguiendo la escuela del padre Hurtado, mi tío Esteban Gumucio Vives tuvo la genial idea de ir a vivir a la población Joao Goulard y mimetizarse con la vida, alegrías y sufrimientos de los pobres y, al parecer, también postula a los altares. Con tanto santo, ¿no tendré algún pituto en el cielo? Que debe ser algo como la tierra de jauja de los DC.
Pocos años antes de que naciera Alberto Hurtado, un Papa, León XIII, escribió una Encíclica llamada Rerum Novarum, (acerca de las cosas nuevas), que no condenaba, como el Syllabus, al mundo moderno, sino que hablaba del escándalo de la apostasía de las masas, de la explotación capitalista de los pobres. El diario conservador El Ilustrado prefirió publicar, bien pagados avisos sobre fajas para frívolas señoras aristocráticas, que dar a conocer esta nueva locura del Papa. Cuando nació Alberto, en 1901, ya en el norte de Chile los agitadores dirigentes anarquistas y socialistas organizaban el movimiento obrero; un repúblico decía que en Chile no existía la cuestión social, eran invenciones sólo aplicables para Europa. Recuerdo que mi abuelo, Rafael Luis Gumucio Vergara, cuya preocupación esencial era la libertad política y la defensa de los intereses de la iglesia, declaraba que no podía entender las encíclicas y que, a lo mejor, era una de las tantas locuras del envejecido Pontífice. A diferencia de los ociosos latifundistas, especuladores del boom de la Bolsa, en 1904, don Rafael Luis era un aristócrata pobre, que vivía de su pluma. Afortunadamente, con el tiempo, cambió de parecer y se convirtió en un crítico mordaz de sus amigos conservadores, permitiendo el reconocimiento, por parte de la iglesia, el triunfo de Pedro Aguirre Cerda. Esta actitud y el apoyo a la Falange Nacional le valieron los más procaces insultos de sus antiguos amigos.
El verdadero maestro de Alberto Hurtado fue el padre jesuita, Fernando Vives Solar; este porfiado sacerdote, educado en Europa, no podía concebir que ser católico era equivalente a ser latifundista y militar en el partido conservador, Sus ideas avanzadas escandalizaron, incluso, a don Rafael Luis Gumucio, que en esos días iba a casarse con la colegiala de las monjas francesas, Amalia Vives Vives ; como pariente, mi abuelo visitó a Fernando Vives Solar , quien le expuso sus progresistas ideas. Desesperado, don Rafael Luis, dio un portazo diciendo: “usted es un comunista, señor”. Posteriormente, Fernando fue maestro de Clotario Blest y apoyó la República Socialista, dirigida por el comodoro Marmaduque Grove.
Alberto Hurtado era también un aristócrata empobrecido; su padre murió en manos de los cuatreros, que esos tiempos asolaban los campos; tuvo que trabajar como secretario del partido conservador y recibió un garrotazo en la cabeza. Propinado por los seguidores de Catilina, el Lenin chileno, Arturo Alessandri. Alberto Hurtado viajó a Bélgica y, en Lovaina, recibió la formación de los más avanzados pensadores del social-cristianismo. Estudió, para escándalo de los reaccionarios chilenos, a pedagogos sociales como Celestin Freinet y el socialista norteamericano, John Dewey.
Su vuelta a Chile, lleno de ideas y de sueños despiertos, fue terriblemente decepcionante: la iglesia seguía siendo conservadora, los sacerdotes politiqueros eran, muchos de ellos, miembros del partido pelucón; comenzaban a organizarse unos jovencitos que leían las encíclicas y no podían entender por qué los cristianos tenían que militar en un partido que adoraba a mamón. En los años 40 Chile era tan injusto como hoy: los “rotos”, como les llamaban, sólo eran buenos para extraer la riqueza del salitre o para ser empleadas domésticas; la mayoría se emborrachaba y era analfabeta. Es seguro que durante estos días escucharemos que el padre Hurtado era un apolítico, que sólo se preocupaba de las cosas celestiales y de los problemas sociales, como si estos se pudieran separar de la política, digo de la verdadera política con ideales y sueños; me consta que Alberto Hurtado era radicalmente político e, incluso, cuando mi abuelo Rafael Luis, obsesionado con el pecado, se confesaba con Alberto y éste, comprendiendo que a su edad los pecados eran nimios, buscaba la forma de hablar de política y de proyectar el evangelio en los obreros. El padre Hurtado quiso vivir como obrero, fue uno de los tantos santos que se van al infierno, como decía un autor de la época, pues la iglesia temía, sin ninguna razón, que en esta convivencia, al vivir la miseria de los obreros, los sacerdotes se convirtieran en evangelistas y prosélitos del ateo barbón, Carlos Marx.
En 1948, el rumbero como lo llama Neruda Gabriel González Videla, aconsejado por el presidente Truman, decidió enviar a Pisagua a los comunistas; el cardenal José María Caro, que era un buen hombre proletario, de origen humilde, llamó don Horacio Walker para comunicarle que los falangistas que votaran en contra de la Ley de Defensa de la Democracia iban a ser, de inmediato, excomulgados. Por suerte, don Horacio no les comunicó tan perentoria orden, salvándose Radomiro Tomic de una segura expulsión de la iglesia.
Alberto Hurtado y monseñor Manuel Larraín eran falangistas para los corredores de la bolsa y latifundistas conservadores, es decir, filo-comunistas; después llamaron a Eduardo Frei el kerenski chileno, incluso, monseñor Augusto Salinas, propuso nuevamente la excomunión para estos enrojecidos social cristianos El padre Hurtado era muy mal comprendido por los miembros de su congregación, los jesuitas, incluso por los más progresistas. Cómo se le ocurre mostrarle a nuestros elitistas alumnos las miserias de las poblaciones, acoger bajo el techo del Hogar de Cristo a esos seres marginados, malolientes y desarrapados, que son culpables de su propia miseria, por viciosos y flojos.
A quienes les gusta los “si acasos” de la historia se pueden entretener pensando qué ocurriría si Alberto Hurtado, por un milagro, volviera a Chile; estoy seguro de que no tendría nada qué conversar con nuestros políticos actuales, que en el día de su canonización le rinden pleitesía; no entendería en absoluto la admiración de los políticos por el Chile enriquecido; menos podría comprender la ingeniería electoral, único juego que entretiene a nuestros prohombres. Los pobres de Chile siguen siendo los mismos carneros que tienen que votar senadores vitalicios. Los demócrata cristianos, hijos de los falangistas, aunque se dicen humanistas cristianos, hoy son parte del mismo circo, de la misma casta, y no asustan a nadie: La iglesia, que tanto amaba Alberto, sólo se ocupa del condón y de otras minucias. El canal católico y Megavisión muestran bellas modelos desnudas para llamar a la abstinencia sexual y a la pareja única. La Bolsa, convertida en un dios, lleva a los buenos católicos y a los que no lo son tanto, al paraíso terreno de la rentabilidad:
Los pobres, que según el maestro Ricardo Lagos, son hoy mucho menos pobres, por la magia del chorreo, viven igual a época en que los conoció Alberto Hurtado, si se considera la lógica evolución en el tiempo; se ven las casas cubiertas con condones, para protegerse de la lluvia, construidas, esta vez, por un demócrata cristiano; los pobres, aterrados porque cada mañana llega una ratonada policial a sus poblaciones e, incluso, están amenazados por uno de los candidatos a presidencia, que si delinquen serán enviados a una isla solitaria. Claro que se habla de la mala distribución del ingreso, que el 70% gana menos de $200.000, hasta un empresario denuncia más duramente la injusticia que los antiguos y nuevos plutócratas de la Alianza y de la Concertación. Estamos en un mundo al revés: creo que el padre San Alberto Hurtado montaría en la santa y loca ira y pondría las manos, la mente y el corazón, para denunciar y actuar contra este marasmo que domina el Chile del bicentenario.
Rafael Luis Gumucio Rivas 19/08/09