Es como un maremoto lento la sequía que vive la región de Coquimbo, porque como sus límites son difíciles de determinar, como sus efectos son acumulativos, como le pega sobre todo a las provincias y a las regiones, como afecta primero al mundo rural y a las clases medias y a los pobres, como es una tragedia lenta, las autoridades se la toman con calma. Hasta con desinterés. Las encuestadoras no la colocan como una preocupación de los chilenos. No preguntan por ella. En las noticias nacionales se anuncian los terremotos que vendrán, pero de la sequía, que está hace tiempo aquí, avanzando, nadie dice algo. Según los diarios locales, la región está entrando al otoño con los embalses en situación crítica, con apenas un 18% de su capacidad, y los meteorólogos temen que las lluvias se demoren en llegar.
¡Es que el calentamiento global! Sí, por supuesto. Pero el calentamiento global no es Moya. Las autoridades y las élites se acostumbraron a usar el comodín del calentamiento como si fuera algo que se escapa de sus manos, y es al revés. Sí, llueve menos porque hay calentamiento global. Sí, llueve poco históricamente porque la región está en un punto del planeta que dificulta la entrada de frentes lluviosos. Pero el dolor de la sequía es por otra cosa. Es porque Coquimbo, que es una región agrícola y minera y que necesita del agua para sus procesos productivos, lo hace sin planificación. Y la sequía es también porque está mal pelado el chancho y acceden a más agua los que tienen más plata y a menos agua los que tienen menos plata. El agua ya no es un derecho en Coquimbo… ni en Chile.
Y es por lo mismo que tiene que existir en primer lugar, una voluntad política de cambio, que devuelva el agua, como el derecho humano que es, al país y a la gente. Y al mismo tiempo, las autoridades tienen que prever y tener políticas que permitan enfrentar ese riesgo, y en este caso, la lenta tragedia que significa para la gente, para su bienestar y el desarrollo de la región, la sequía. El riesgo, no lo olvidemos, es una combinación de vulnerabilidad y amenaza. Las autoridades tienen que prever ambas y actuar con voluntad política y con criterio técnico para sacar a la gente del riesgo.
El problema no es nuevo. En 2023 el déficit de precipitaciones fue de un 77%; los caudales ese mismo año en los ríos Elqui y Limarí estaban en un 37%. Ese verano, el embalse Cogotí de Combarbalá estaba seco, y el de La Paloma, en Monte Patria, en un 1% de su capacidad. La falta de voluntad política y de planificación hace que todos pierdan. La producción es cada vez más costosa y difícil; el agua se encarece y se vuelve de mala calidad. En 2021 hubo protestas en la región por la mala calidad del agua que estaban entregando los camiones y por la falta de una red de agua potable para entregar ese servicio. Hoy la región está en una situación todavía más grave, y claro, las autoridades están decretando emergencias y haciendo planes para enfrentarla . Pero si teníamos que enfrentar el riesgo antes que la emergencia. Fue hace 4, 5, 10 años que debió haberse hecho un plan para este momento que no es distinto a la gran sequía de 1979 en la región, o a las otras sequías que ha experimentado desde entonces.
Vivimos además bajo una necesidad insoslayable: nuestro bienestar depende de una producción que requiere de agua: la minería y la agricultura. Eso es un hecho. La voluntad no puede hacer que a los peces les salgan alas ni que Chile deje de ser un país que explote sus riquezas. Pero también es un hecho que esas industrias, en vez de competir por el agua con la gente, debieran convivir con ella a través de un sistema de planificación. Competencia falsa, porque se estructura sobre el Código de Aguas que en 1981, durante la dictadura, concentró los derechos de agua, su propiedad, en manos de los más ricos entre los ricos. Hubo un avance tímido en 2022, cuando se reformó un poquito para «priorizar» su uso humano y ecológico… pero el agua sigue en manos privadas, comerciándose como mercancía, como no se hizo en ningún otro lugar del mundo porque en la mayoría de los países el agua es un bien público, donde el Estado mantiene la titularidad y otorga concesiones de uso, no derechos de propiedad. Llueva o no, los dueños del agua tendrán agua, mientras que el resto, llueva o no, tendrá que vivir en la sequía permanente. Por eso, la escasez de lluvias se convierte en el drama de la sequía, porque afecta sobre todo a las clases medias y a los más pobres, porque ellos no van a poder darse el lujo de costear soluciones técnicas o infraestructura adecuada para enfrentar la escasez. Lo que afecta particularmente a pequeños agricultores y comunidades rurales, aumentando las desigualdades territoriales y la vulnerabilidad social.
Entonces no es Moya el que tiene que pagar por el problema de la sequía en Coquimbo. Sus responsables son políticos, ya sea porque no han planificado pensando en la gestión del riesgo, ya sea porque no han hecho nada para sacar al país de la desigualdad frente al acceso a ese derecho humano básico, que es el agua.
Fuente: El Ciudadano