Por: Marco Enríquez-Ominami
El iceberg con el que chocaría Argentina se vio venir hace tiempo en el horizonte. Desde hace años el mundo le decía a Macri lo peligroso de sus políticas neoliberales aplicadas a rajatabla, pero él, con esa irresponsable ideología que dice que los problemas del Mercado se arreglan solos, y que hay que dejar la economía en paz, pensó que iba a ser el iceberg el que se hundiría.
Hoy, cuatro años después, Alberto Fernández tiene el desafío gigante de tomar el timón de un barco a medio hundir, reflotarlo, y salvar a todos sus pasajeros, que ya desde hace meses, navegan con el agua al cuello.
El trabajo de Alberto comenzó con Cristina Fernández. Pocos líderes en el mundo son, como ella, al mismo tiempo tan amados como resistidos por su pueblo. Pero ella, consciente de su piso, pero también de su techo electoral, supo ver en Alberto, antiguo jefe de gabinete de Néstor y de ella misma un par ee años, pero también acérrimo crítico de su última gestión, una figura de unidad que podría superar su propio techo, y le pidió liderar lo que ella en principio lideraba. El Kirchnerismo.
Y Alberto entendió que su vellocino de oro era la unidad. Porque pocas cosas hay más contradictorias y con más diferencia interna que externa en política que el peronismo. Pero en esa prueba, Alberto tuvo aliados tanto o más generosos que Cristina, como Sergio Massa, quien dio un paso al costado permitiendo que el pueblo viera en Alberto, la representación de la fuerza que Argentina necesita en sus gobernantes, para manejar el pesado timón de este gigantesco barco en crisis.
Pero Alberto es más que el hombre de la unidad. Es un Burócrata en el buen sentido -weberiano- de la palabra. Es un hombre del Estado. Un experto en el funcionamiento de lo Público. Precisamente lo que ni Macri ni ninguno de sus ministros fue o quiso ser. Alberto representa la reivindicación y el triunfo de la política y de lo público, por sobre esa política que rehúye de la política y que ve la economía como si fuese meramente técnica. Como simple y pura matemática. Alberto es un funcionario de carrera.
Fernández no es todavía Presidente. Es un candidato que tiene el poder informal de haber obtenido una victoria aplastante en unas primarias nacionales. Pero pese a eso, ya logró reflotar lo primero que hundió Macri del barco. Su mascarón de Proa. Y Alberto en su campaña ha sabido mostrar al mundo lo nuevo que su progresismo representa. Primero, entender la democracia no como un mero sistema para elegir por mayoría al que manda, sino que nos explica, permanentemente en sus entrevistas, que la democracia es una visión de mundo en el que el poder se comparte. Donde no hay ganadores ni perdedores porque -y es la gran lección después de las derrotas de la izquierda en Latinoamérica- el poder le pertenece siempre al pueblo. El de Fernández, a contrapelo de las experiencias de la izquierda latinoamericana, es un progresismo que se desmarca de los personalismos.
Y representa finalmente Fernández, también, un progresismo económico que se asume como exitoso, solamente, si es socialmente próspero. Entiende que debe existir un balance que contemple al Mercado como una parte ineludible de lo social, regulado fuertemente por un Estado, que le entregue reglas claras y precisas de funcionamiento. Para salir de la crisis Fernández promete dos cosas. Asegurar reglas claras para el funcionamiento del Mercado, pero, colocando en el centro de la economía el bienestar del pueblo. Primero, porque, es ahí, en el consumo, donde comienza la máquina de la economía a funcionar, y segundo, porque – y Macri sirve de mal ejemplo en esto- si a un gobierno no le preocupa el bienestar de su pueblo, entonces, qué le preocupa.