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Columna | Hermosilla versus Quintanilla – por Marco Enríquez-Ominami

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Este artículo no quiere defender al abogado Hermosilla, sino que poner el ojo en las otras dos esquinas de este triángulo de la corrupción, y que pasan siempre desapercibidas. Por una parte, la agenda política que ciertos funcionarios públicos construyen a costas de los dineros públicos, de la transparencia institucional y de la calidad de la democracia: en este caso, el Ministerio Público, o quién haya realizado la filtración.

Por otra, el rol de los dueños de los medios de comunicación, que también persiguen una agenda político-económica propia -porque no es por caridad que levantan y fundan esas empresas- y que lo hacen a costa de derechos que son también fundamentales para la democracia, como son el acceso a la información y el derecho a la libertad de expresión y de prensa.

Cuando Julian Assange y Chelsea Manning filtraron más de 700 mil documentos clasificados a WikiLeaks, incluyendo videos de ataques aéreos en Bagdad, registros de la guerra de Irak y Afganistán, y cables diplomáticos, lo que hicieron fue entregar a la opinión pública corpus completos de información, en general confidencial o clasificada, en nombre de una transparencia radical. No lo hicieron de a pichintunes para mantener el morbo; lo hicieron así porque, para Assange, solo la publicación de documentos completos permite a los ciudadanos y a los medios de comunicación tener acceso a la información en su forma más pura, libre de interpretaciones o sesgos editoriales. Las develaciones de los crímenes de guerra que hizo WikiLeaks marcaron un antes y un después en la geopolítica y en el periodismo. Para muchos, son héroes. Para algunos, criminales. Manning pagó con siete años de cárcel; Assange, en cambio, luego de lustros de reclusión, espera por una extradición que lo podría condenar a 170 años tras las rejas.

Ahora bien, cuando un periodista se junta con el contacto de un fiscal en el Starbucks del Costanera Center para que le pase un poquito de información, sacada a la mala de un caso, y el periodista pone luego eso en el diario, no está haciendo lo de Julián Assange. No está haciendo nada heroico, porque sabe que le están pasando solamente aquellas partes de información que le convienen a esos fiscales o a esos funcionarios públicos para llevar agua a su molino de poder, fama o venganza (motivaciones políticas por excelencia; si no, pregúntenle a Shakespeare o a Maquiavelo).

Cuando a un periodista le llega un correo o le pasan unas grabaciones en un sobre mientras va corriendo por una plaza, como pasó en Argentina, información que ha sido sacada de una cadena de custodia de un caso judicial, y éste las publica en el medio en el que trabaja, no hay mucho de periodismo ahí, porque no lo está haciendo en nombre de la libertad de información o de prensa o de la transparencia. Si así fuera, lo que tendría que hacer es investigar y trabajar por liberar todo el corpus de información y no solo la parte que le interesa a ese que, al filtrar, está cometiendo un delito.

No es libertad de expresión si solo se libera una parte de la información, menos si solo se hace a cuenta gotas, para mantener la ansiedad de la opinión pública y el nombre de esos que han sido acusados en las portadas. La noticia que perseguiría entonces el periodista, si fuese astuto o probo, debiera ser entender por qué el Ministerio Público o ese fiscal están interesado en romper, en ese momento, la ley, al entregarle esa información y no otra. No el resto. En otras palabras, ¿no hubiese sido mejor y radicalmente transparente, conocer de una vez y sin filtros, todos los mensajes que había en el teléfono de Hermosilla? ¿Por qué filtraron estos y no otros?

Cuando el periodismo difunde información desde una fuente interesada tiene que ser consciente de que esa fuente también está cometiendo un delito al exponer información robada, al romper la cadena de custodia de esa información, y que ellos, el periodismo, participan entonces como parte de otro delito. Cualquiera podría pensar que estoy respirando por la herida y tendría razón. Sufrí diez años de la persecución política acusado de delitos que no eran delitos, a través de filtraciones descontextualizadas publicadas en medios de comunicación controlados por mis contendientes.

Pero prefiero llamar la atención sobre la víctima, aunque la víctima haya sido el abogado de esos mismos contendientes, porque cada día me hago más cristiano, y porque cada día me abruma la decadencia en la que las instituciones, sin ningún control, llevan tiempo abusando de su poder y haciendo explotar, hacia adentro, nuestra democracia.

Fuente: Cooperativa