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Columna | Mandato de cambio

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Marco Enríquez-Ominami

Chile, decía Raúl Ruiz, es una telenovela permanente. Te puedes perder dos, tres, cuatro capítulos, pero cuando regresas todo sigue ahí mismo, para terminar siempre en el mismo beso. Todos recelamos de ese gatopardismo chileno, pero ese gato siempre está ahí, amenazándonos, y hoy duerme arrellanado encima del acuerdo del 15 de noviembre.

Por eso es que las fuerzas progresistas hemos luchado no solo por aprobar la Convención Constituyente, sino que también por subir en ese barco a todo el espectro plebeyo: paridad de género, como base, pero, además, por asegurar escaños para comunidades indígenas, independientes, y, sobre todo, participación social incidente y amplia durante el funcionamiento de la Convención. Lo que buscamos es espantar al gato pardo del proceso, y desanclarle la historia a la gente.

Si nada de esto se logra, el acuerdo habrá sido un mal acuerdo, y será el comienzo de la segunda temporada de la misma telenovela que nos viene cansando desde los noventa. Por eso es que he propuesto copiar experiencias constituyentes, como la colombiana, por ejemplo —que está muy lejana de golpismos, o de esas simplificaciones vanas, a las que la derecha nos tiene cada vez más acostumbradas—, y que la Convención Constitucional reemplace al actual Congreso apenas este empiece a sesionar, y, del mismo modo, o adelantar o suspender las elecciones presidenciales, para que no interfieran sus debates con las sesiones constitucionales.

Solo de este modo habremos asegurado la realización de ese categórico mandato de cambio, que significó el resultado del plebiscito recién pasado. El país votó con una mayoría aplastante. No los 2/3 extorsionadores de siempre. Fue el 80% el que votó señalando que el Congreso no debía participar de la construcción del futuro, porque este no es más el legítimo depositario de los sueños de la gente. Y es que no soy yo el que pide nada. Fue la gente. Y cuando el pueblo habla, el político calla.

Fuente: El Mercurio.