Zoe Robledo – Senador por Chiapas
Nos odian. Eso me dijo una colega senadora después de revisar sus redes sociales. El diagnóstico no es equivocado, como tampoco lo son las razones por las cuales lo hacen. Nos odian. En México pareciera natural decirlo, como si el odio hacia el político, hacia el representante, fuera un prerrequisito de la democracia.
Yo me niego a verlo así. Esto no es normal y únicamente es entendido de esa forma por el enorme desdén con el que los integrantes de la clase política hemos buscado separarnos de la ciudadanía; por la construcción de ese mundo de privilegios que en lugar de representar, insulta a los mexicanos.
Si es tan claro, sorprende que sean tanto los políticos y las políticas que actúan con una displicencia digna de quien asume que el asunto no les compete. Al «nos odian» responden con un «¿y qué?». En esta reacción yace entera la explicación de ese odio. Como la ciudadanía sólo importa en tiempos electorales, la opinión pública no significaba nada tangible en la vida de muchos.
Los políticos estamos acostumbrados a que nos traten diferente. Hemos perpetuado una imagen distorsionada del poder en la que al «poderoso» se le debe una deferencia que, hay que decirlo, de ninguna manera merecemos. Porque en un país donde la corrupción se entiende como prerrogativa, a los corruptos hay que tratarlos como privilegiados en aras de que salpiquen alguna dádiva. El problema es que estamos tan acostumbrados a que se nos trate mejor que algunos se han creído esta ilusión de superioridad y con ello han corrompido la idea del servicio público. El político que cree que su tiempo vale más que el de los otros, que su presencia es más importante y grata que la de los demás, y por ello asume que puede hacer lo que quiera.
Pero esa diferenciación que existe dentro de la burbuja política se traduce también en otra diferencia fuera de ella. En el mundo real también nos tratan diferente; nos tratan con rencor, con burla, con sorna, con odio. ¿Por qué? Las sociedades tratan distinto a aquellos que se han ganado su respeto, a artistas, a deportistas, a gente que ha tenido grandes logros. Nosotros de manera contraria hemos impuesto nuestra distinción a costa de la gente. A los que nos adulan no les queda de otra y al resto no les queda más que odiarnos. En resumen: la diferencia con la que nos trata la gente es producto de la deferencia con la que nos hemos asumido debemos ser tratados.
¿Puede la actividad política volver a ser cosa digna? Sí. ¿Es fácil? No. Para lograrlo debe haber una acción contraintuitiva. Cuestionar para abandonar los privilegios. Por vocación democrática o por instinto de supervivencia construir una agenda que nos lleve de nuevo a nivel de suelo. Frente a la dimensión de la incertidumbre luchar por un marco común de dignidad que desde los asuntos que nos competen, nos ayude a enfrentar mejor aquello que nos amenaza. ¿En qué consiste una agenda así? Propongo 7 medidas (en varias hemos empezado ya): #3de3, #fueraelfuero, publicación de agendas públicas, salarios máximos, fin a las residencias oficiales, contratos electorales y revocación de mandato.
Nos odian. Es cierto. Y es nuestra culpa. No podemos seguir construyendo un país donde la relación del político y la ciudadanía sea vertical, prepotente; y que esto sea un modelo a seguir. No podemos permitir que nuestro acercamiento al ciudadano de pie sea en suburbans blindadas, que nuestra interacción con ellos sea porque les estamos bloqueando el paso o la banqueta, que nuestro encuentro con ellos ocurra desde la ventana polarizada. Tenemos que acercarnos a la ciudadanía y no alejarnos de ella. Nos odian y el primer paso para remediarlo es eliminar aquello que nos vuelve distintos: La burbuja de privilegios en la que vivimos.
En 2017 habrá más de una amenaza externa que sólo se podrá enfrentar desde la dignidad. Pero esa dignidad no surgirá en la política hasta que los políticos arreglemos nuestro desorden y recuperemos la credibilidad perdida. ¿Es posible? Sí. Quienes creen lo contrario asumen como cierto el efecto Bandwagon, o del vagón de tren, según el cual una idea tiene mérito sólo porque muchos la practican. Bajémonos del tren. La estación se llama Dignidad.