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Columna | Nuestros privilegios – por Marco Enríquez-Ominami

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Quedará para la Historia que el análisis más lúcido durante esos días fue el de la Primera Dama, Cecilia Morel, cuando dijo: Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás. Tenía razón. Eso era todo. De eso se trataba. Si todo tu círculo de amigos y enemigos, ha tenido el privilegio de partir, en los 600 metros planos de la carrera de la vida; 300, 400 o 500 metros más adelante, claro que para la gente que partió donde correspondía (la mayoría), eso es un abuso. Claro que indigna.

Malestar es una palabra inútil creo yo. Porque una piedra en el zapato molesta. Cuando te comes una empanada con la cebolla mal cocida y te da acides, molesta. Que alguien se sorba los mocos molesta. A mi, por ejemplo, me molesta que mi perra, la Lolo, le ladre hasta a las moscas. Esas cosas molestan. Pero la desigualdad indigna, el abuso indigna, la injusticia. Esas son harinas de otro costal. Mi conclusión de todo lo que pasó es que nada ha cambiado y que el de Chile sigue siendo el mismo pueblo indignado. O peor, me parece a mí, que son los pueblos del mundo los que están indignados. Que la democracia sigue siendo una bicicleta, pero no de esas que si dejas de pedalear te caes. Sino que de esas que hay en los gimnasios, que no sirven para andar, sino que para traspirar. Esas que están bien firmes al piso y frente a una tele para que te entretengas.

Ustedes saben que yo tuve que ser francés también, porque el Estado me exilió a los cinco meses y me tuve que quedar a vivir allá hasta los trece (años), así que sigo muy de cerca lo que pasa en la tierra de los francos, y puedo decirles que los franceses están igual de indignados que acá. El año pasado hubo protestas por todas partes, desde Lille hasta Marsella, gigantes y violentas, con autos incendiados, balaceras y esas cosas. Lo que en el país donde se hizo tradición guillotinar a sus dirigentes siempre va a ser más que una simple anécdota. Protestaban en contra de un símbolo, el aumento en la edad de jubilación. Se supone que en las elecciones la gente había votado por aquellos que prometieron no subirla, pero las autoridades la subieron por decreto. Pese a la democracia y pese a las protestas. No les importó. Entonces la gente protestó más todavía. Tampoco les importó.

Ya pasaron cinco años después de todo. Las protestas perdieron su sentido. Las encuestas (siempre dudosas y convenientes para unos pocos), nos dicen que ahora la misma gente que salió a protestar y que apoyaba las movilizaciones, piensa que eran todos delincuentes. Por las noticias, nos enteramos que las élites también lo eran y tenemos que sorprendernos de que eso nos sorprenda. Peor aún, ahora la nube de caca del “caso Hermosilla” se ha colocado encima de La Moneda y amenaza con lluvias y con mojarlos a todos. Ya no nos quedan ni los jóvenes.

En Chile el símbolo fue la subida del precio de 30 pesos. Comenzaron los estudiantes con la protesta, pero ese fue el primer pasto que se quemó, porque el incendio de la indignación fue gigante. En los medios los analistas, cada uno más inteligente que el otro, trataba de explicar-sin-entender por qué la gente estaba haciendo eso, en un país que hasta hace poco había sido descrito por el propio Presidente como “un oasis”. Se veían muchos carteles, todos pedían dignidad. Ninguno pedía una nueva Constitución. Pero los dirigentes, elegidos democráticamente, igual que en Francia, decidieron que la cosa iba a ser una nueva Constitución, así que nos metieron a todos a discutir sobre lo qué tenía que decir ese nuevo texto, a pelearnos entre nosotros, pero nadie se preguntó de qué se trataba eso que la gente escribía en sus carteles: dignidad.

Quedará para la Historia que el análisis más lúcido durante esos días fue el de la Primera Dama, Cecilia Morel, cuando dijo: Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás. Tenía razón. Eso era todo. De eso se trataba. Si todo tu círculo de amigos y enemigos, ha tenido el privilegio de partir, en los 600 metros planos de la carrera de la vida; 300, 400 o 500 metros más adelante, claro que para la gente que partió donde correspondía (la mayoría), eso es un abuso. Claro que indigna.

Desde entonces no ha pasado nada. El pasto no más, que se ha secado más. Ya pasaron cinco años después de todo. Las protestas perdieron su sentido. Las encuestas (siempre dudosas y convenientes para unos pocos), nos dicen que ahora la misma gente que salió a protestar y que apoyaba las movilizaciones, piensa que eran todos delincuentes. Por las noticias, nos enteramos que las élites también lo eran y tenemos que sorprendernos de que eso nos sorprenda. Peor aún, ahora la nube de caca del “caso Hermosilla” se ha colocado encima de La Moneda y amenaza con lluvias y con mojarlos a todos. Ya no nos quedan ni los jóvenes.

Fuente: Interferencia