Patricio Navia
Como un borracho que, antes de decir una barbaridad, inconscientemente precede su impertinencia con un difícilmente pronunciado “con respeto”, la vocera subrogante del gobierno, Javiera Blanco, inoportunamente opinó sobre las rutinas de los humoristas en el Festival de Viña del Mar, recordando que las manifestaciones de libertad de expresión se hacen en un “marco de respeto”.
Los humoristas solo están cosechando la maleza que la propia clase política ha sembrado y, peor aún, ha permitido que crezca y que se extienda en abundancia. Son mensajeros que traen las malas noticias que el propio gobierno ha ayudado a generar con su lenta e impropia reacción a los múltiples escándalos de financiamiento de la política y de abuso de poder que han copado la agenda pública en los últimos meses.:
El comentario de Blanco complementa la frase de la ministra de Educación, Adriana Delpiano, que pidió “no generalizar” en las burlas a los escándalos que han afectado a la clase política. Los comentarios de las ministras Blanco y Delpiano se suman a otras advertencias que han emanado de las tribunas desde donde hablan los poderosos del país. Siguiendo la línea fatalista que confunde causas y síntomas, la editorial de El Mercurio de ayer dice que “el humor puede ser una advertencia sanadora, pero también desatar fuerzas que luego escapan del control de todos”.
Ante la reacción corporativa de los “poderes fácticos” —usando la frase acuñada hace dos décadas por el ahora Senador Andrés Allamand— resulta útil analizar si las burlas de los humoristas —y de la sociedad en general— a los políticos constituye una amenaza potencial a la estabilidad o representa solo una evidencia de una democracia sólida en que los ciudadanos utilizan la sátira para castigar a los políticos en momentos en que no hay elecciones.
La historia de la humanidad está llena de anécdotas que reflejan que la risa y la burla son herramientas que pueden usar los marginados y abusados contra los poderosos. En las democracias modernas, la libertad de expresión es un derecho que protege, entre otras cosas, el derecho a reírse de las autoridades. No hay evidencia de que el ejercicio de la libertad de expresión —incluso cuando se falta el respeto a las autoridades— tenga efectos negativos sobre la calidad de la democracia o la fortaleza de las instituciones.
En Estados Unidos, la democracia contemporánea de funcionamiento ininterrumpido de más larga data, el humor es una herramienta poderosa que se usa para controlar a la clase política y para ejercer rendición de cuentas. De hecho, bien pudiéramos definir la fortaleza de una democracia a partir de las libertades que existen en ella para reírse de los poderosos. Una definición ampliamente usada de democracia es que son sistemas en que los partidos pierden elecciones. Un test para saber si la democracia funciona bien sería ver qué tanta libertad tienen los humoristas para reírse de las autoridades en la plaza pública. Como el Festival de Viña del Mar es la mayor plaza pública que tenemos en Chile para eventos masivos que son vistos por millones en televisión, podemos concluir que la libertad que tienen los humoristas para reírse de los poderosos demuestra lo saludable y sólida que es nuestra democracia.
De más está recordar que nadie se ríe de los políticos que hacen bien su trabajo y que viven una vida personal que no alimenta la imaginación de los humoristas. Ningún humorista se ha reído de los políticos por su apariencia física, su orientación sexual, su religión o por con quién se acuestan (los que lo han hecho, han sido debidamente criticados). Pero cuando los políticos predican cosas distintas a las que practican —incluidos su comportamiento sexual o creencias religiosas—, entonces sus acciones reñidas con los principios que dicen defender se hacen blanco fácil del humor. Si un político critica la homosexualidad en público, pero vive una vida homosexual en privado, los humoristas —y la sociedad— tienen todo el derecho a reírse de él. Si un político critica el abuso y el tráfico de influencias, pero lo practica en privado o tolera en su familia, de igual forma se abre a las risas y las burlas públicas. Si un político ha declarado no haber pedido dinero a un empresario, pero luego se descubre que sí lo hizo, la gente tiene todo el derecho a reírse del mentiroso.
La advertencia del gobierno de que las rutinas de humor deben ser hechas con respeto resulta innecesaria y extemporánea. Las burlas a los políticos no son la causa del alto rechazo que existe hacia la clase política, son solo el síntoma de que la clase política no ha sido capaz de sancionar a sus miembros que han tenido un comportamiento impropio. En vez de emitir advertencias a los humoristas, los miembros de la clase política que quieren proteger las instituciones debieran concentrarse en combatir a sus colegas cuyo comportamiento alimenta el descontento de la ciudadanía con todos los políticos.
Fuente: El líbero