MARCO ENRÍQUEZ-OMINAMI Y JUAN CARLOS URQUIDI
Marco Enríquez-Ominami es Presidente Fundación Progresa; y, Juan Carlos Urquidi, Área de Medioambiente, Fundación Progresa.
Pocos son los que todavía cuestionan las evidencias empíricas y fundamentos científicos de las causas que provocan profundos cambios en nuestro entorno, particularmente los variables climáticas, y de las irreversibles consecuencias sobre la biodiversidad y los ecosistemas. No obstante la profusa ratificación de tratados y acuerdos internacionales sobre la materia, nuevas institucionalidades y marcos regulatorios domésticos, la dirigencia de Chile ha sido abiertamente agnóstica a las consecuencias que para nuestro país implica el cambio climático y enfáticamente evasiva respecto de posibles soluciones para los gigantescos desafíos que nos plantea la compleja problemática socioambiental de nuestro tiempo.
Sin menoscabar las bases del actual modelo de desarrollo y sus incuestionables resultados macroeconómicos, pendientes aún cuestiones vitales sobre la redistribución del ingreso y niveles de pobreza, resulta crucial para nuestra estabilidad como país que nos centremos, ahora, en prevenir las amenazas y neutralizar las vulnerabilidades provenientes de un clima cambiante, de la insostenible e inaceptable contaminación de nuestro entorno y, paralelamente, desarrollar las herramientas para diagnosticar de manera temprana los síntomas de potenciales fuentes de conflictividad socioambiental.
Lo primero es sincerar los alcances y limitaciones reales del enfoque económico neoliberal como eje central del modelo de desarrollo chileno. En esto, desconocer al medio ambiente como un nuevo factor de la producción, equivaldría a volver a considerar en nuestro tiempo a la esclavitud y al trabajo de los esclavos como un nuevo bien libre, basándose para ello en la excesiva abundancia de recursos humanos y mano de obra disponible que hoy tiene el planeta a partir de su evidente y cada vez más incontrolable sobrepoblación.
Así, a la incuestionable finitud de los recursos naturales, hay que sumar ahora los efectos que su contaminación produce bajo la forma de externalidades negativas, hecho que sólo viene a exacerbar su escasez relativa y, por ende, generar una mayor presión sobre las estructuras políticas y económicas creadas para la explotación de estos recursos, produciendo una mayor carga para las ya pesadas estructuras de costos y precios de los llamados “commodities”, que son los pilares fundamentales de nuestro modelo de desarrollo.
Por su ubicación geográfica Chile se encuentra muy lejos de los grandes centros de distribución y consumo del planeta, por lo que es imperativo delinear e implementar mecanismos de compensación de emisiones de gases de efecto invernadero, que permitan neutralizar los “débitos de la huella de carbono” mediante “créditos para la huella de carbono”, que se articule a partir de la creación de una “plataforma de compensación de emisiones” validada internacionalmente, no solo desde la perspectiva de la ingeniería y de la economía sino que también del derecho.
Por ello es clave realizar cambios fundamentales en la estructura de nuestra matriz energética, privilegiando las energías renovables no convencionales por encima de aquellas fuentes de generación de tipo tradicional, que conllevan una pesada carga de emisiones de gases efecto invernadero que no solo daña al medio ambiente, nuestra biodiversidad y al patrimonio agrícola y turístico de Chile, sino que justamente por ello nos coloca en una cada vez más débil posición como país frente al comercio internacional.
Lo anterior sólo puede lograrse con políticas públicas claras y certeras para la generación de energía, la protección del medio ambiente, la preservación de la naturaleza y la conservación de la biodiversidad, en particular mediante un marco regulatorio serio y una institucionalidad eficiente que cautele de manera preferente pero no excluyente los llamados capitales naturales críticos, es decir, aquellos que son esenciales para la vida y la supervivencia de la población, como el cuidado de la capa de ozono, la protección de los parques nacionales, de los monumentos naturales, el aseguramiento de estándares tolerables de descontaminación urbana y la mitigación y adaptación de nuestras comunidades y poblaciones al clima cambiante.
El actual modelo económico tiene como ejes centrales para el desarrollo a la minería, la industria y la energía, dictaminando para ellos, al igual que para la actividad inmobiliaria, la obligación legal de someter sus impactos a una evaluación de impacto socioambiental previa a cualquier ejecución o modificación estructural. Sin embargo, no existe la misma disposición para la agricultura, el turismo y para la conservación de la biodiversidad, hecho por el cual se genera una suerte de subsidio económico indeseable de las últimas para las primeras. Dicho de otra forma, el crecimiento económico de Chile del último tiempo, aparte del evidente deterioro ambiental ocasionado, se ha conseguido en parte a costa de sacrificar el valor económico y social que poseen tanto la agricultura, el turismo y la conservación de la biodiversidad, esencialmente por la ausencia de estudio y valoración socioambiental obligatoria para estas actividades.
La urgente necesidad de defensa de la agricultura, del turismo y de la conservación de la biodiversidad impone que se avance fuertemente en la generación de líneas de base socioambiental y en la parametrización de sus componentes socioambientales con el fin de poder indemnizar, mitigar y compensar justa y proporcionalmente las consecuencias económicas, ambientales y sociales que otras actividades que compiten con ellas en el uso del territorio y en la explotación de recursos naturales les están provocando y sin que hasta ahora se pueda medir y evaluar en términos científicos y técnicos las magnitudes, alcances y dimensiones de dichos impactos.
Lo segundo es modernizar la institucionalidad y los mecanismos de protección jurídica para los recursos hídricos, otorgando a la conservación de la biodiversidad la condición inherente de ser de utilidad pública. Es claro que en Chile no existe un verdadero marco regulatorio para el agua. No es moderno un país cuya legislación en materia hídrica no reconoce los estados físicos del agua, no garantiza el acceso irrestricto al recurso por su población para usos generales, no le otorga la condición de utilidad pública como función social de la propiedad, no concede protección suficiente a los glaciares, no discrimina entre zonas desérticas, mediterráneas, costeras y templadas y no reconoce a nivel constitucional su condición de ser un bien común a todos los hombres.
Por su parte, la institucionalidad competente en materia de cuidado de la biodiversidad requiere de un marco regulatorio de protección que defienda y resguarde el “interés público” que representa la biodiversidad y sus áreas protegidas como “capital natural crítico”. Lo anterior, implica que una nueva ley sobre biodiversidad y de protección de áreas protegidas, debe poseer la misma condición jurídica y efectos legales propios de otros cuerpos regulatorios, tales como el Código de minería, Ley Eléctrica, Ley General de Pesca y Acuicultura, Ley general de Urbanismo y Construcciones y otros cuerpos legales de similares características. De lo contrario, todos los esfuerzos materiales, financieros y humanos destinados a la protección y conservación de la biodiversidad y áreas protegidas, estarán siempre condicionados en su existencia y limitados en su accionar, a la fuerza normativa irrestricta que hagan valer otras leyes sectoriales, relacionadas con la explotación de recursos naturales, las que pueden en todo momento imponer servidumbres, cargas y gravámenes irreversibles a la biodiversidad, parques nacionales y áreas protegidas en general, haciendo estériles los esfuerzos que se realicen en materia de cambio climático y en términos objetivos de protección de la biodiversidad.
Publicado en El Mostrador