Los bullados casos de corrupción, de abuso de poder y de tráfico de influencias que han golpeado a nuestro país, no son más que síntomas de una enfermedad que Chile padece hace ya largo rato y la que no ha sido atendida a tiempo.
Hoy, la clase política ha sacado un largo recetario para minimizar los dolores que aquejan a nuestra democracia, para lo cual la Presidenta ha anunciado una serie de medidas que representan una oportunidad para quienes aspiramos a un Chile más justo, libre e igualitario. Lo anterior ciertamente que es necesario, sin embargo debemos prevenir nuevas patologías que sigan fomentando la desigualdad crónica, los abusos sintomáticos y el centralismo delirante que caracterizan al Chile de hoy.
El diagnóstico está cada vez más claro y hay consenso en que el origen de la enfermedad que arrastra nuestro país tiene su génesis en la Constitución del ‘80. Pensémoslo así: las instituciones son los órganos del cuerpo de Chile y sus regiones, las extremidades. Hoy, hay una falla orgánica múltiple, lo que se refrenda con que se están rompiendo todos los récords de desaprobación y desconfianza de las instituciones del Estado en todas y cada una de las encuestas. Las extremidades, en tanto, han sufrido una serie de lesiones que les ha llevado a atrofiarse paulatinamente; esa es la realidad de las regiones hace décadas, particularmente de los extremos del territorio nacional.
El anuncio presidencial de una nueva Constitución es una esperanza para dejar atrás este mal que padecemos los chilenos y chilenas, más aún considerando que ha sostenido que aquella será producto de un proceso constituyente. La configuración de ese proceso aún falta definirlo, no obstante es preciso actuar decididamente y eso es con una Asamblea Constituyente (AC).
La AC garantiza la participación de todos los sectores y, sobre todo, de cada uno de los territorios del país mediante delegados, que podrían ser regionales o provinciales, lo que garantizaría que los intereses de las regiones queden plasmados en la nueva carta magna, algo inédito en la historia de Chile. Se trata por lo tanto de que cada chileno, de Arica a Magallanes, tenga representación en este proceso, de manera directa y con el mismo valor, indistintamente su origen, y no desde aquellas instancias diseñadas desde el aparataje tecnócrata y obstaculizador que dicen ser participativos, pero que no son más que mecanismos de control social.
Las necesidades del Chile actual exigen que todos los actores sean partícipes de la confección de las nuevas reglas que nos regirán. Sólo así sabremos dónde hay síntomas que atender y qué soluciones proponer. Hay quienes temen que los ciudadanos participen activamente en la construcción de una nueva Constitución, pues con toda seguridad les inquieta que sus intereses no sean los de las mayorías. Nuestra identidad, nuestros hábitos y nuestras prioridades no son las mismas de hace 30 años y eso debe reflejarse en la nueva carta magna.
La Asamblea Constituyente, en efecto, es un antídoto infalible para atacar todos aquellos males que nos aquejan como sociedad; es una esperanza para que quienes construimos socialmente este país podamos debatir respecto de nuestros deberes y derechos que nos rayarán la cancha de aquí en más. Es una esperanza para las regiones, para reposicionar las instituciones y, en consecuencia, para fortalecer nuestra democracia. Es la esperanza para aspirar a un país sano y vigoroso.
Por Miguel Ballesteros