Marco Enríquez Ominami y Patricia Morales
A mas de una semana de nombrado el nuevo gabinete, se han multiplicado los análisis, más o menos voluntaristas, sobre el significado político de la recién estrenada trilogía Burgos-Díaz-Insunza, en materia de reformas políticas, en particular respecto a una nueva Constitución.
Lo cierto es que en términos históricos y políticos, los ojos no están puestos en las declaraciones o matices del ministro de turno, sino en las señales que envía la propia Presidenta. Bachelet asumió con un mandato claro por parte de la ciudadanía: una agenda de reformas en materia económicas, educacional y políticas, entre otras. Sería un error deducir que los inéditos niveles de desaprobación cambiaron el sentido común de los chilenos. Por el contrario, todas las encuestas, errores metodológicos asumidos, reflejan que la educación gratuita y de calidad es un derecho al cual la ciudadanía no está disponible a renunciar. Del mismo modo, los chilenos entienden que nuestra Constitución, que consagra el derecho a la propiedad y un Estado subsidiario por sobre un Estado de derechos garantizados, entre otros, debe ser revisada.
Consciente de ello y de los límites, incluso fragilidad, en la cual se encuentra nuestra institucionalidad actual, la propia Bachelet anunció que se iniciará un proceso constituyente en septiembre próximo, asumiendo de manera personal el peso y la conducción de este proyecto. No cabe duda que fue un acto estratégico que buscó anticiparse y retomar la agenda. No obstante, si bien transformó en realidad el debate constitucional, su anuncio sembró dudas sobre el mecanismo que privilegiará la Presidenta a la hora de redactar la nueva Constitución. El mecanismo no es un detalle, pues a estas alturas pocos niegan que la forma bajo la cual se redacte la nueva Constitución será determinante en términos de contenido. Forma es fondo. Por tanto, la incertidumbre establecida deja entrever posibles dudas en la presidencia.
Los Progresistas hemos reiterado el llamado a que la Presidenta apoye decididamente el proyecto de ley presentado por cincuenta diputados en abril pasado, que permite convocar a un plebiscito nacional para definir el mecanismo de elaboración de una nueva Constitución Política. No existe ningún mecanismo más democrático, participativo, inclusivo y validante que un plebiscito a la hora de definir cómo modificar la Constitución. Un mínimo sentido de la realidad indica que la escasa legitimidad política y social del actual Congreso, permite que el plebiscito se transforme en un hito político y social.
Es tarea de los políticos empoderar y confiar en una ciudadanía que sí tiene opinión y sentido común, pero que se resiste a validar una institucionalidad debilitada y donde quedó de manifiesto el cruce y conflicto de interés entre representantes del interés común y de intereses particulares. Por todo ello, la Presidenta no puede sino impulsar un plebiscito y devolverle el derecho a decidir a la ciudadanía. Las comisiones ciudadanas funcionan si es que existe confianza entre los comisionados y los ciudadanos. Pero nuestro sistema político se ha llenado de comisiones de todo tipo, sin validez alguna, en las cuales se terminan disipando esperanzas de reformas.
En ese sentido, la crisis política actual es una oportunidad única no sólo para redefinir el pacto social en Chile, sino que para mejorar la confianza entre ciudadanos y representantes, y devolverle la dignidad a la política y a sus miembros.
Fuente: La Tercera