Por Marco Enríquez-Ominami
Si la población de una comunidad siente que el Estado no está cumpliendo con su deber, ese Estado corre el riesgo de perder, en esa comunidad, la legitimidad de ese monopolio.
En un análisis desde los prejuicios (la tinta está demasiado fresca para publicar teorías todavía), no deja de ser llamativo como, después de un mes de movilizaciones, los que eran los flaites, los barra brava, hoy los y las “capuchas”, los y las “primera línea”, pasaron del odio al amor de la opinión pública; de ocupar los márgenes a un lugar de privilegio; de provocar miedo y repulsión, a sentimientos de protección y solidaridad, de parte de una sociedad que solo días atrás los despreciaba abiertamente.
Y también es interesante cómo, al mismo tiempo, la policía, para esa misma parte de la opinión pública, pasó del primer lugar al último, en el ranking de valoración de instituciones, pasaron, los carabineros chilenos, del “sacrificio somos emblema”, a ser un emblema de sacrificios, para la gente.
Y es que hay una disputa por la legitimidad de la violencia en estos momentos en la opinión pública chilena. Varias veces, este mes, he escuchado en los debates jugar la carta weberiana del Estado como el “único que tiene el monopolio legítimo de la violencia, y el deber que tiene de usar esa violencia para mantener el orden“.
Pero esa es una visión limitada de la definición del Estado en Weber, porque para el autor alemán, el Estado tiene dos lados, uno, que es la identidad Estado-Derecho, la jurídica, la de las normas, otro, su lado sociológico e histórico, y esta dimensión explica al Estado no solamente desde su deber ser, sino que desde su funcionamiento real, que está, dice Weber, muchas veces más allá del orden jurídico.
Y es que cuando Weber señala que, el Estado es “aquella comunidad humana que en un territorio reclama con éxito para sí el monopolio de la violencia física legítima“, no está diciendo que el Estado tenga ganada para siempre esa legitimidad. El Estado tiene un deber que no es el del orden por el orden, sino que el bienestar de la población, una de cuyas dimensiones es el orden.
Las personas no abandonaron el estado de naturaleza y eligieron el Estado para vivir ahora con el horror y la regla, como dijera Michaud. Luego, si la población de una comunidad siente que el Estado no está cumpliendo con su deber, ese Estado corre el riesgo de perder, en esa comunidad, la legitimidad de ese monopolio.
Pasó lo mismo con los y las estudiantes de secundaria. Políticos de izquierda y derecha se apuraron en condenarles por “la violencia de la evasión masiva”, que fueron, el puntapié inicial de las movilizaciones, para, dos semanas después, marchar junto a esos mismos estudiantes, por todo Chile, denunciando al Estado por el incumplimiento de su compromiso.
En esa collera, la legitimidad de la violencia la ganaron los estudiantes, porque al Estado, el contrato que le entrega el monopolio de la violencia, se lo entrega no por el orden, sino que por el bienestar.
Por eso el Estado no puede, en nombre del orden, hacer lo que quiera con el monopolio de la violencia, porque puede perder su legitimidad (violar los derechos humanos), ni tampoco usarla para preservar el orden porque sí, porque la legitimidad no es el garrote, es la zanahoria.
Por eso un Estado como el chileno no puede descuidar sus deberes, como lo ha hecho por cinco décadas al menos, dejando al pueblo encalillado en vez de encalillarse él por el pueblo, porque entonces la legitimidad del monopolio quedará al desnudo, y la gente empezará a ver en la irracionalidad de la violencia buenas razones, y en el actuar monopólico de su fuerza, simplemente, abuso.
Los violentados de siempre, los flaites, encontraron un lugar de respeto, y los que tienen el monopolio ahora sí, legal, de la fuerza, están profundamente cuestionados. Entonces,si lo explicamos desde las identidades, este conflicto puede durar mucho rato porque, como le decía Michael Corleone a Roth en La Habana de Batista, analizando desde su auto una Revolución Cubana en ciernes: “Se me ocurrió –dice Michael– que a los soldados les pagan por combatir. A los rebeldes no. ¿Y eso qué te dice?, le pregunta Roth. Que pueden ganar”