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Columna | Los desafíos de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC)

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Marco Enríquez-Ominami

Daniel Flores

 

Desde la cumbre de la CELAC, Marco Enríquez-Ominami analiza el futuro de las relaciones entre los países de Latinoamérica. “La diplomacia tiene que ser dura, pero estar a la altura”, afirma. Por ello llama a rearmar y fortalecer UNASUR y CELAC, y a “desideologizar la política en las relaciones internacionales”.

 

Se celebra en estos momentos la Séptima cumbre de la CELAC, con desafíos que podemos dividir en:

a) Urgentes, como las crisis de las democracias peruana y brasileña; las inaceptables sanciones y cercos contra Venezuela y Cuba; o el cambio climático, que nos duele no solamente por un par de incendios y sequías, sino porque en el caribe hay territorios que están desapareciendo.

b) Fundamentales, como el de la institucionalidad de la integración, que es actualmente un caos. Por ejemplo, el mar de siglas en las que ha naufragado el barco de la unificación de nuestros Estados: CELAC, UNASUR, PROSUR, Grupo de Lima, ALBA, CAN, MERCOSUR, ALADI, etc. Hemos enmarañado a la integración en una anarquía de instituciones y subinstituciones y se requiere de voluntad para rescatarla.

c) Prácticos-aunque-parezcan-utopías, como el desafío de la moneda común propuesto por los presidentes Lula y Fernández; o el de la agencia sanitaria, porque, aunque parezca increíble, son muchos los países que no tienen cómo certificar los fármacos que ofrecen a su población y dependen para ello de EEUU, de Argentina o de México.

Somos, Latinoamérica y el Caribe, un continente en crisis con apariencia de irrelevante, pero en este mundo multipolar, basta con aguzar un poco la vista, para que cualquier observador un poco hábil, entienda que somos en realidad trascendentales porque, por ejemplo, acá está la biodiversidad más grande del planeta, los recursos naturales fundamentales para sentar las bases de la modernidad y sus revoluciones, y las potencias alimentarias para nutrir el orbe.

Latinoamérica es fundamental para que el resto del mundo salga de la crisis en la que se ha metido, pero debemos ser primero conscientes, y luego demostrar al orbe, que somos pese a nuestras crisis, parte de la solución y no del problema. Europa se demoró décadas y partió igual que nosotros, en aprietos y tomando decisiones audaces sobre asuntos prácticos. Por eso, la diplomacia tiene que ser dura, pero estar a la altura:

El primer paso es rearmar y fortalecer lo que la derecha destruyó: UNASUR y CELAC. La primera como el lugar en el que nos encontremos los 12 países del sur, y la segunda, con nuestros vecinos de más al norte y del Caribe. Pero claro, será difícil porque cada país es un mundo y cada región un universo, y porque la región está alicaída y esclavizada por deudas e inflación.

El segundo, es que debemos desideologizar la política en las relaciones internacionales. No puede pasar de nuevo lo que hizo Bolsonaro, cuando decidió cerrar todos los mecanismos de conversación con Argentina porque no le gustaba el peronismo. Por eso lo que pasó con Venezuela en la CELAC es un daño, porque ideologiza una cumbre que es una instancia eminentemente práctica. Parece que los movimientos de ultraderecha no aprendieron de los errores que cometieron los países del jardín europeo con el caso Guaidó, cuando levantaron y luego desconocieron, cuatro años después, a un diputado por el que los ciudadanos no habían votado, como presidente, porque el que realmente era no les gustaba.

La política internacional, y con ella la integración latinoamericana, se mueve entre Aristóteles y Platón, vale decir, entre el arte de lo posible y el desafío imposible de las utopías, y nuestra diplomacia e institucionalidad, debe manejarse entre ambos ejes como lo hacen los especialistas en desactivar bombas: siempre contra el tiempo, pero también con cuidado y con nervios de acero.

Fuente: Interferencia.

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