Los indicadores del derrumbe del modelo del mercado sin regulación son tantos que nadie puede sostener que el duopolio político Coalición-Concertación haya sido exitoso en la construcción de la democracia ciudadana: la permanencia de la Constitución Pinochet-Lagos, como pacto social, se derrumbará de todas maneras. El Chile segmentado, clasista, de castas, oligárquico y racista no resiste el peso de la historia.
No es necesario ser economista ni genio, sociólogo, político, psicólogo, filósofo o estadista para captar que en el siglo XXI es insostenible un país cuyos dueños sean cinco familias y sus jefes estén clasificados, en la Revista Forbes, como los hombres más ricos del mundo mientras el 75% gana un salario inferior a la tasa imponible. Un país donde las empresas pagan pocos impuestos y casi la mitad de lo recaudado lo sostienen los ciudadanos de a pie a través del IVA -que equivale casi al 50% de la recaudación fiscal.
En todas las áreas de la vida social la esencia del Chile de hoy es la desigualdad inmoral, antiética y por consecuencia inaceptable. La Concertación y la Coalición por el Cambio han demostrado en más de 20 años su incapacidad para poner fin al marasmo que caracteriza al Chile actual. La dicotomía fundamental hoy por hoy está entre continuar el gatopardismo -remozamiento a un modelo ya obsoleto- o intentar un nuevo pacto social, cuya expresión concreta sea la implementación de una Asamblea Constituyente que dé paso a una nueva Carta Magna, surgida por primera vez en nuestra historia no de guerras civiles o de la voluntad de personajes autoritarios – Portales, Alessandri, Pinochet- sino de la sociedad civil organizada que, por mucho que quiera ignorarla el neoliberalismo, sigue viva y rebelde.
La democracia representativa y parlamentaria está dando demostraciones de agotamiento en todo el mundo y lo mismo ocurre con lo que se puede llamar democracia electoral. En formas clásicas de liberación (propias del siglo XX) hay muy pocas posibilidades de salida a las crisis de representación, que no es otra cosa que el desprecio de los detentores de la soberanía -de los ciudadanos- respecto de quienes los representan, que debieran ser sus auténticos empleados y servidores. No hay ninguna institución que escape al rechazo ciudadano: los partidos políticos, el Parlamento, el Ejecutivo, los tribunales de justicia, la Iglesia -sólo se salvarían los bomberos, por su carácter altruista.
No se trata de parchar un sistema político y social obsolescente, no basta con realizar reformas a medias, darle una mano de gato al duopolio, sino que es necesario cambiar las reglas de la sociedad. Esto implica: instaurar un régimen político semi-presidencial, un sistema electoral competitivo, un Chile incipientemente federal, una educación pública cuyo eje sea la igualdad de oportunidades y no la sirvienta del mercado, una salud pública donde el paciente no sea discriminado por su carencia de dinero u otra condición. En síntesis, hay que poner fin a una concepción del hombre y la sociedad en que la libertad de comprar y vender sea el alfa y el omega, lo cual significa que el único sentido de la existencia sea el mercado, reemplazándola por una sociedad cuyo centro sea además la igualdad y las libertades ciudadanas, que por esencia son muy diferentes a la concepción del anarquismo neoliberal, que reniega de la sociedad y se centra sólo en el individuo, concebido como consumidor.
Estas dos visiones debieran constituirse en el tema central del debate político, a diferencia de la mezquindad del reparto de puestos públicos de que hacen gala los partidos del duopolio, ignorando que están preparando su propio cadalso.